En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo». Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."»
Reflexión
¿QUÉ NOS DICE JESÚS SOBRE LOS ACCIDENTES
Y TRAGEDIAS HUMANAS?
San Lucas, el evangelista “historiador”, se mete hoy de reportero. Los hechos que nos narra el Evangelio de este domingo parecen más noticias de “crónica”, y perfectamente podrían haber sido publicadas en la primera página de todos los diarios del país. Y, si me permite el bueno de Lucas, incluso hasta adquiere un tono un poco “amarillista”. Perdón, Lucas, pero lo digo con todo respeto y sin ningún afán de ser irreverente.
Hoy se nos cuenta que algunos vecinos anónimos se presentaron a Jesús a referirle la tragedia “de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”. Nosotros no conocemos detalles de lo sucedido ni se nos reportan datos cronológicos. Tampoco sé si el historiador judío más famoso de la época, Flavio Josefo, diga algo al respecto en sus annales. Lo cierto es que se trataba de un hecho bastante conocido por todos y que tal vez debió haber ocurrido en fechas cercanas a esa conversación con nuestro Señor.
Y bien, Jesús toma enseguida la palabra y los interpela directamente -“a quemarropa”, podríamos decir: “Bueno, y pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás, porque acabaron así? ¡Pues no!”. Y, no contento con comentar este hecho, trae a colación otro más, también trágico, y que sus interlocutores no se habían atrevido a mencionar: “Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? ¡Pues yo os digo que no!”. Aquí nuestro Señor está abordando un tema bastante candente para su auditorio: el sufrimiento del inocente.
En todas las épocas de la historia ésta ha sido una pregunta acuciante que ha sacudido la conciencia de los hombres. Más de cinco mil años de civilización -desde que surgieron las “grandes culturas” y dos mil años de cristianismo no han sido suficientes para hacer “desaparecer” este problema, que hunde sus raíces en lo más profundo del espíritu humano y que constituye como una parte esencial de su misterio. Los espíritus más grandes de todos los tiempos -líderes religiosos, pensadores, filósofos, genios de la ciencia, talentos artísticos y literarios han meditado en la realidad del sufrimiento, y aún hoy continúa siendo un misterio casi impenetrable.
Nos preguntamos con frecuencia, por ejemplo, por qué tantos seres humanos inermes e indefensos tienen que ser víctimas inocentes de las guerras y de las injusticias, de la opresión, del odio y la prepotencia, a veces ciega y brutal, de otros hombres como ellos. O por qué esas catástrofes naturales -terremotos, ciclones, volcanes, sequías, inundaciones, epidemias que, para colmo, parece como si se abatieran precisamente sobre los más pobres y desprovistos de toda protección; o las tremendas tragedias ligadas, en cierta medida, a descuidos humanos más o menos dolosos -accidentes aéreos o ferroviarios, o de civiles que participan en eventos masivos de carácter social, deportivo, político o religioso y que terminan víctimas de la violencia, del terrorismo o de revueltas populares.
También a los contemporáneos de Jesús les impactó aquella tragedia de los galileos y el accidente de la torre de Siloé. Y se preguntaban el porqué de aquella desgracia. Los mismos apóstoles, cuando vieron a aquel ciego de nacimiento, le preguntaron a nuestro Señor: “Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?” (Jn 9, 2). A simple vista, la pregunta no era demasiado inteligente -¿cómo podía pecar si todavía no había nacido? pero refleja muy bien la mentalidad y el sentir de su tiempo: el sufrimiento era siempre la consecuencia del pecado. Y, por tanto, era considerado como un castigo de Dios que se desencadenaba sobre los malos.
Ésta era, por lo demás, la creencia tradicional varios siglos antes de Cristo. El libro de Job nos retrata perfectamente esta situación. Y Dios, por boca del autor sagrado, trata de hacer ver que no es el pecado ni la culpa personal la causa del dolor y de las desgracias del justo. Dios tiene sus caminos, muchas veces oscuros e incomprensibles, para la pobre mente humana. Y uno de estos misterios es el sufrimiento.
¿Cuántas veces no hemos pensado así también nosotros, y nos hemos sentido “castigados” por Dios o tratados injustamente por Él cuando sufrimos? Muchas veces he escuchado esta frase en labios de algunas personas en la hora de la prueba: “¿Qué le he hecho yo a Dios para que me castigue de esta manera?”.
Juan Pablo II, en su encíclica “Salvifici doloris” afronta de un modo muy profundo el misterio del sufrimiento. Y trata de ofrecer una posible respuesta, a nivel humano y teológico, a este desconcertante enigma. Pero, sin dejar de ser un misterio, éste se ilumina con la luz del Crucificado y se vence con la fuerza única del verdadero amor.
Pero sigamos adelante con el Evangelio. Nuestro Señor ha negado rotundamente la idea de que el dolor es un castigo de Dios. Y al final concluye con esta sentencia: “Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Es una llamada directa a nuestra conciencia. Las desgracias ajenas han de ser para nosotros como una voz de alerta y una invitación a la conversión interior. Sobre todo en este período de Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión.
Sería muy interesante, a este propósito, detenernos en la segunda parte del Evangelio de hoy, en la parábola de la higuera. Jesús cuenta esta historia para ilustrar la idea precedente. Pero se haría muy larga esta meditación. Baste, por ello, una sola palabra: Dios espera de nosotros frutos de buenas obras, de caridad y de misericordia. Si no producimos frutos de auténtica vida cristiana, seremos cortados y echados al fuego, como la higuera. Una de las finalidades más importantes del sufrimiento, en la pedagogía divina, es ayudarnos a dar frutos de santidad a los ojos de Dios. No nos rebelemos, pues, ni desfallezcamos. Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.
De esta manera, la higuera de nuestra vida se llenará de flores y de frutos para la vida eterna. Yo estoy plenamente convencido de ello. Así nos lo enseñó el Señor con su cruz y resurrección.
Autor: P . Sergio Córdova
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