En aquel tiempo salió Jesús y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas murmuraban diciendo a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores».
Reflexión
Dos versículos del evangelio son capaces de transmitirnos algo tan complejo como es el llamado de Dios a un alma y su respuesta. Jesús se acerca a un hombre, Leví (o Mateo), y le dice una palabra: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió. Es claro que Cristo no usa muchas palabras cuando desea que un hombre lo deje todo y le siga. Es la voz de su alma, de su mirada, de su amor, … la que mueve los corazones.
Jesucristo nos habla a nosotros en la oración, y también nos dice pocas palabras. Son pocos los casos en que Cristo se presenta en persona y habla a un hombre. Es en el diálogo interior, en la escucha del alma, en la reflexión y meditación del evangelio, en la contemplación de la Eucaristía, donde Dios pronuncia su palabra milagrosa: “sígueme”.
No tengamos miedo a dar la misma respuesta de Mateo. Él era un publicano y, para los judíos de su tiempo, un pecador. Sigamos su ejemplo de conversión y abramos la puerta de nuestra casa, de nuestro corazón, a un gran banquete con Nuestro Señor. Un banquete en el que sin duda gozaremos de su presencia, a pesar de lo que digan los demás. No tengamos miedo de ser cristianos, de seguir a Cristo, de convertirnos, de manifestar nuestra fe; y gozaremos así de la felicidad que Jesucristo nos proporciona. Una felicidad como la de Mateo.
Autor: Cristian González
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