En aquel tiempo, fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía, admirada: ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso? Y desconfiaban de él. Jesús les dijo: Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe.
Reflexión:
- “Éste sí que habla bien. ¿De dónde será?” - Admirado, preguntó un nazareno al conocido con quien compartía la banca de la sinagoga.
- “¿No le conoces? Es el que vivía al lado del panadero, que hace dos años se fue”.
- “¿El hijo de la viuda, María, la que estaba casada con el carpintero?”
- “Ése mismo” - Asintió.
- “¡Buenoo!” - Concluyó algo desanimado.
La psicología humana tiende a valorar más lo ajeno que lo propio. Con frecuencia preferimos el producto de importación al local o se nos antoja el coche del otro aunque el nuestro esté prácticamente nuevo.
Pero esto se hace más notorio en lo personal. La vida de los demás nos parece con menos problemas que la nuestra; el trabajo más llevadero que el que nos ha tocado en suerte; incluso, nos parece que la familia ajena goza de más armonía que la nuestra.
¡Cuánta fe le falta al hombre en sí mismo y en lo propio! Saber que no hay otra familia mejor que la propia pues es la única que uno tiene, mejor trabajo que el que uno realiza pues es el único que le da ciertos ingresos, e incluso mejores problemas que los que uno vive pues son los únicos que podremos tener la satisfacción de superar.
Pero, sobre todo, tomar conciencia que no hay otro Dios más grande que el nuestro. Además de que es el único, porque sólo él se ha manifestado como Padre, capaz de perdonar siempre y todo hasta el punto que él mismo ha dado la vida para que nosotros podamos tenerla en abundancia.
P. Clemente González
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