Félix García Chamorro era un hombre bajito, feo y algo chepudo. La naturaleza no lo había dotado con muchos dones. Ni siquiera de niño había sido agraciado. Pero ahora, en la madurez todos sus defectos parecían haber aumentado hasta apoderarse de él por completo. La armonía había abandonado su rostro hacía mucho tiempo si es que alguna vez había estado allí. Una prominente barriga, la calvicie que él insistía en ocultar dejándose el pelo absurdamente largo, el color ceniciento de su piel, la mirada huidiza y el desaliño con el que vestía habitualmente, no hacían sino contribuir a aumentar la mala impresión que solía causar a quienes lo conocían.
Por otra parte carecía de la mínima instrucción y a menudo se comportaba como lo que era: una persona huraña y hostil, poco educada, sin rastro de amabilidad y a la que le costaba hacer amigos. Sus vecinos y sus escasos conocidos como es lógico evitaban en lo posible encontrarse con él. Y para colmo su carácter tampoco ayudaba: era rácano, envidioso, cobarde y vil en el fondo de su corazón.
Pero cuando soñaba... ¡Ah, cuando soñaba!
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