domingo, 4 de julio de 2010

¿Yo también tengo que ser misionero? - 04 /07. Lucas 10, 1-12. 17-20.

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir. Y les dijo: La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino. En la casa en que entréis, decid primero: "Paz a esta casa." Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella, y decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros." En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: "Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca." Os digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad. Regresaron los 72 alegres, diciendo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre." El les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos."


Reflexión


El Evangelio del domingo pasado nos hablaba de la vocación y de las exigencias del seguimiento de Cristo. Y hoy nos habla de la misión. Dos realidades inseparables entre sí. No hay vocación sin misión. Más aún, la vocación es para la misión.

Marcos, en el capítulo 3 de su evangelio, nos dice que “Jesús llamó a los que Él quiso para que estuvieran con Él y para mandarlos a predicar”. Toda vocación tiene dos fases inseparables: “estar con Jesús” para conocerlo, para amarlo, para aprender de Él. Y luego, la segunda fase, obligada: “para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14).

Todo llamado es también, por naturaleza, un “enviado”. Y “enviado” es la traducción literal de la palabra griega “apóstol” y del vocablo latino “misionero”. Las tres expresan exactamente la misma realidad con tres nombres distintos. Son la misma cosa.

Pero, además, todo cristiano es un “llamado” y un elegido. Dios Padre llamó a Jesús desde la nube y lo proclamó su “Hijo predilecto”, en quien tiene puestas todas sus complacencias al ser bautizado por Juan en el Jordán (Mt 3, 18). Y del mismo modo, todo cristiano recibe una llamada -en latín se dice “vocación”- en el bautismo: una vocación a la santidad y, en consecuencia, también a la misión.

Las últimas palabras de Jesús que nos reportan los tres evangelios sinópticos son, en efecto, una clarísima llamada a la misión. Mateo nos dice que el Señor, antes de su ascensión al cielo, convocó a sus discípulos en un monte de la Galilea y allí les dio sus últimas instrucciones: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

Marcos nos refiere unas palabras muy semejantes, con una pequeña precisión que las hace aún más explícitas: “Id por todo el mundo -les dice Jesús a sus apóstoles- y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). Y el discurso final que nos transmite Lucas, en el Cenáculo: “Así estaba escrito: que el Mesías padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día, y que se predicase en su nombre... a todas las naciones” (Lc 24, 46-47).

El Evangelio de hoy nos presenta la misión de los setenta y dos. También este dato, visto exegéticamente, nos resulta muy interesante. Mateo, al presentarnos el discurso de la misión, nos habla sólo de los doce apóstoles (Mt 10, 5ss); mientras que Lucas nos dice que Jesús envió a la misión a setenta y dos discípulos. Además del número, multiplicado por el evangelista médico, cambia de nomenclatura: en Mateo, Jesús se dirige exclusivamente al grupo de los doce; mientras que Lucas alarga la misión a un grupo de “discípulos” -que debían ser, en nuestro lenguaje actual, unos “laicos”- que seguían y escuchaban al Señor durante su vida pública, y que serían luego los primeros miembros de la Iglesia junto con los doce.

La misión, por tanto, es una tarea de todos: de los sacerdotes, de las religiosas y de todos los cristianos en general. Todos, en razón de nuestro bautismo, estamos llamados a la misión. El Vaticano II, en el decreto “Apostolicam actuositatem”, nos dice que “la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, un vocación también al apostolado” (AA, 2). Más aún, no sólo es un deber, sino un “derecho” que todo seglar tiene a hacer apostolado, y éste deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. En efecto -continúa el documento- “insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación con la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado” (AA, 3).

Todos: chicos y grandes, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la misión. Sin distinción de edades, de razas, de culturas, de clases sociales. Todos debemos ser misioneros. Y para eso no hace falta irnos para Haití o al África. Podemos y debemos serlo en nuestro medio ambiente: en casa, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en la oficina, en la calle. También en el mar o en la discoteca, ahora que inician las vacaciones. Todos tenemos el derecho y el deber de proclamar públicamente, con valentía y con santo orgullo nuestra fe católica y la alegría de vivir en gracia, en amistad con Dios.

¡Seamos apóstoles con nuestra vida, con nuestro testimonio, con nuestra palabra, y nunca nos avergoncemos de ser lo que somos: católicos, hijos de Dios, discípulos de Jesucristo!

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