Como el emperador de Constantinopla Constante II era hereje monotelita, mandó a un jefe militar con un batallón a darle muerte al pontífice. Pero el que lo iba a asesinar, quedó ciego en el momento en el que lo iba a matar, y el jefe se devolvió sin hacerle daño. Luego envió Constante a otro jefe militar el cual aprovechando que el Papa estaba enfermo, lo sacó secretamente de Roma y lo llevó prisionero a Constantinopla. El viaje duró catorce meses y fue especialmente cruel y despiadado. No le daban los alimentos necesarios y según dice él mismo en sus cartas, pasaron 47 días sin que le permitieran ni siquiera agua para la cara.
Lo tuvieron tres meses padeciendo en la cárcel destinada a los condenados a muerte, y luego lo sacaron de la cárcel por una petición que hizo el Patriarca Arzobispo de Constantinopla poco antes de morirse, pero lo enviaron al destierro. Sus sufrimientos eran tan grandes que cuando alguien lo amenazó con que le iban a dar muerte, exclamó: "Sea cual fuere la muerte que me den, seguramente no va a ser más cruel que esta vida que me están haciendo pasar".
En su última carta, dice así San Martín: "Estoy sorprendido del abandono total en que me tienen en este destierro los que fueron mis amigos. Y más me entristece la indiferencia total con la que mis compañeros de labores me han abandonado. ¿Qué no tienen dinero? ¿Pero no habría ni siquiera unas libras de alimento para enviarlo? ¿O es que el temor a los enemigos de la Iglesia les hace olvidar la obligación que cada uno tiene de dar de comer al hambriento? Pero a pesar de todo, yo sigo rezando a Dios para que conserve firmes en la fe a todos los que pertenecen a la Iglesia". Murió más de padecimientos y de falta de lo necesario que de enfermedad o vejez, en el año 656. En Constantinopla donde había sido tan humillado, fue declarado santo y empezaron a honrarlo como a un mártir de la religión. Y en la Iglesia de Roma se le ha venido honrando entre el número de los santos mártires.
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