Un príncipe tenía un genio en propiedad. Era un genio diminuto. Medía apenas unos centímetros y el príncipe lo llevaba en una caja. Si se lo pedían, lo enseñaba. Destapaba la caja y el genio salía de ella y recitaba la tabla del nueve sin equivocarse: “Nueve por uno es nueve, nueve por dos, diez y ocho; nueve por tres, veintisiete...”, y así hasta que el príncipe le decía que parara. Entonces el genio se callaba, hacía una reverencia y volvía a la caja.
En cierta ocasión el rey de Roma quiso saber hasta dónde era capaz de llegar el genio con la tabla. Durante tres días él mismo y sus ministros estuvieron escuchándolo. Cuando el genio llegó a “nueve por sesenta y cuatro mil ochocientos treinta y dos, quinientos ochenta y tres mil cuatrocientos ochenta y ocho”, el príncipe lo mandó parar, pues el genio y él eran los únicos que seguían en pie. Todos los demás incluido el propio rey, se habían quedado dormidos rendidos de cansancio.
Estas pequeñas actuaciones tenían mucho éxito y el genio se hizo famoso en todo el reino y más allá de sus confines. Pero a pesar de que el príncipe intentó en muchas ocasiones enseñar al genio alguna otra cosa como un poema, una canción o la tabla del seis, fue imposible. Aquel genio sólo sabía la tabla del nueve, y si lo sacabas de ahí no había nada que hacer.
Publicado por Víctor González
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