viernes, 7 de enero de 2011
Benedicto XVI: La Navidad
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 7 de enero de 2011 -Catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció durante la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI.
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Queridos hermanos y hermanas,
Estoy contento de acogeros en esta primera Audiencia General del nuevo año y de todo corazón os doy a vosotros y a vuestras familias mis mayores felicitaciones. Que el Señor del tiempo y de la historia guíe nuestros pasos por el camino del bien y conceda a cada uno abundancia de gracia y de prosperidad. Rodeados aún por la luz de la Santa Navidad, que nos invita al gozo por la venida del Salvador, estamos hoy en la vigilia de la Epifanía, en la que celebramos la manifestación del Señor a todas las gentes. La fiesta de la Navidad fascina hoy como siempre, más que otras grandes fiestas de la Iglesia; fascina porque todos de alguna forma intuyen que el nacimiento de Jesús tiene que ver con las aspiraciones y las esperanzas más profundas del hombre. El consumismo puede apartarnos de esta nostalgia interior, pero si en el corazón está el deseo de acoger a ese Niño que trae la novedad de Dios, que ha venido para darnos la vida en plenitud, las luces de los adornos navideños pueden convertirse incluso en un reflejo de la Luz que se ha encendido con la encarnación de Dios.
En las celebraciones litúrgicas de estos días santos hemos vivido de modo misterioso pero real la entrada del Hijo de Dios en el mundo y hemos sido iluminados una vez más por la luz de su fulgor. Cada celebración es presencia actual del misterio de Cristo y en ella se prolonga la historia de la salvación. A propósito de la Navidad, el papa san León Magno afirma: “Aunque la sucesión de las acciones corpóreas ya ha pasado, como fue ordenado previamente en el designio eterno..., con todo nosotros adoramos continuamente el mismo parto de la Virgen que produce nuestra salvación" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,2), y precisa: "porque ese día no ha pasado de forma tal que haya pasado también el poder de la obra que entonces fue revelada" (Sermón sobre la Epifanía 36,1). Celebrar los acontecimientos de la encarnación del Hijo de Dios no es un simple recuerdo de hechos del pasado, sino que es hacer presentes esos misterios portadores de salvación. En la Liturgia, en la celebración de los Sacramentos, esos misterios se hacen actuales y se convierten en eficaces para nosotros, hoy. De nuevo san León Magno afirma: "Todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo, no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes" (Sermón 52,1).
En la Constitución sobre la sagrada liturgia, el Concilio Vaticano II subraya que la obra de salvación realizada por Cristo continúa en la Iglesia mediante la celebración de los santos misterios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Ya en el Antiguo Testamento, en el camino hacia la plenitud de la fe, tenemos testimonios de cómo la presencia y la acción de Dios fue mediada a través de signos, por ejemplo, el del fuego (cfr Ex 3,2ss; 19,18). Pero a partir de la Encarnación sucede algo sorprendente: el régimen de contacto salvífico con Dios se transforma radicalmente y la carne se convierte en el instrumento de la salvación: "Verbum caro factum est", "el Verbo se hizo carne", escribe el evangelista Juan y un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, afirma: "Caro salutis est cardo", "la carne es el eje de la salvación" (De carnis resurrectione, 8,3: PL 2,806).
La Navidad es ya la primicia del "sacramentum-mysterium paschale", es decir, es el inicio del misterio central de la salvación que culmina en la pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza el ofrecimiento de sí mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el seno de la Virgen María. La noche de Navidad está por tanto profundamente ligada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y resucitado. El mismo belén, como imagen de la encarnación del Verbo, a la luz del relato evangélico, alude ya a la Pascua y es interesante ver cómo en algunos iconos de la Natividad en la tradición oriental, el Niño Jesús es representado envuelto en pañales y depositado en un pesebre que tiene la forma de un sepulcro; una alusión al momento en el que Él será bajado de la cruz, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro excavado en la roca (cfr Lc 2,7; 23,53). Encarnación y Pascua no están una junto a la otra, sino que son los dos puntos clave inseparables de la única fe en Jesucristo, el Hijo de Dios Encarnado y Redentor. La Cruz y la Resurrección presuponen la Encarnación. Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en Él Dios mismo, “descendió” y “se hizo carne”, la muerte y la resurrección de Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos afectan, nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta "carne", la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios. En esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real al Cristo crucificado y resucitado, al Cristo viviente.
La celebración litúrgica de la Navidad, entonces, no es sólo recuerdo, sino que es sobre todo misterio; no es sólo memoria, sino también presencia. Para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es necesario vivir intensamente todo el Tiempo navideño como la Iglesia lo presenta. Si lo consideramos en sentido amplio, se extiende durante cuarenta días, del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la Noche de Navidad, a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a las Bodas de Caná, a la Presentación en el Templo, precisamente en analogía con el Tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días, hasta Pentecostés. La manifestación de Dios en la carne es el acontecimiento que ha revelado la Verdad en la historia. De hecho, la fecha del 25 de diciembre, vinculada a la idea de la manifestación solar – Dios que aparece como luz sin ocaso en el horizonte de la historia –, nos recuerda que no se trata sólo de una idea, la de que Dios es la plenitud de la luz, sino de una realidad para nosotros los hombres ya realizada y siempre actual: hoy, como entonces, Dios se revela en la carne, es decir, en el “cuerpo vivo" de la Iglesia que peregrina en el tiempo, y en los Sacramentos nos da hoy la salvación.
Los símbolos de las celebraciones navideñas, recordados por las Lecturas y por las oraciones, dan a la liturgia de este Tiempo un sentido profundo de "epifanía" de Dios en su Cristo-Verbo encarnado, es decir, de “manifestación” que posee también un significado escatológico, es decir, que orienta a los últimos tiempos. Ya en el Adviento las dos venidas, la histórica y la del final de la historia, estaban directamente vinculadas; pero es en particular en la Epifanía y en el Bautismo de Jesús donde la manifestación mesiánica se celebra en la perspectiva de las esperanzas escatológicas: la consagración mesiánica de Jesús, Verbo encarnado, mediante la efusión del Espíritu Santo de forma visible, lleva a cumplimiento el tiempo de las promesas e inaugura los últimos tiempos.
Es necesario rescatar este Tiempo navideño de un revestimiento demasiado moralista y sentimental. La celebración de la Navidad no nos propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor hacia los hombres; sino que es más bien una invitación a dejarnos transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne. San León Magno exclama: "el Hijo de Dios … se ha unido a nosotros y nos ha unido a nosotros consigo de tal manera que el abajamiento de Dios hasta la condición humana se convirtiera en una elevación del hombre hasta las alturas de Dios" (Sermón sobre la Natividad del Señor 27,2). La manifestación de Dios tiene como fin nuestra participación en la vida divina, la realización en nosotros del misterio de su encarnación. Este misterio es la realización de la vocación del hombre. De nuevo san León Magno explica la importancia concreta y siempre actual para la vida cristiana del misterio de la Navidad: “las palabras del Evangelio y de los Profetas … inflaman nuestro espíritu y nos enseñan a comprender la Natividad del Señor, este misterio del Verbo hecho carne, no tanto como un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino como un hecho que tiene lugar ante nuestros ojos... es como si se nos hubiese proclamado de nuevo en la solemnidad de hoy: 'Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor'" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,1). Y añade: “Reconoce, cristiano, tu dignidad, y, hecho partícipe de la naturaleza divina, cuida de no recaer, con una conducta indigna, de tal grandeza, a la primitiva bajeza" (Sermón sobre la Natividad del Señor, 3).
Queridos amigos, vivamos este Tiempo navideño con intensidad: tras haber adorado al Hijo de Dios hecho hombre y depositado en el pesebre, somos llamados a pasar al altar del Sacrificio, donde Cristo, el Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la vida eterna. Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la Palabra y del Pan de Vida, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado, es decir, al Verbo hecho carne, anunciémoslo con alegría al mundo y demos testimonio de él generosamente con toda nuestra vida. Renuevo de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos sentidas felicitaciones por el Nuevo Año y os deseo una buena festividad de la Epifanía.
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