Fue hacia 1080 cuando escuchó la llamada a una vida de total entrega a la penitencia y la contemplación. Abandonando su cátedra se retiró junto con algunos discípulos cerca de Molesme, y mas tarde al macizo de Chartreuse, cerca de Grenoble, en los Alpes del Delfinado donde instaura un tipo de vida monástica sumamente parecida, en ciertos aspectos a la que había concebido San Romualdo: los hermanos vivirían como ermitaños, pero se reunirían para la celebración litúrgica.
En 1088, a instancias del Papa Urbano II - su antiguo alumno, Bruno hubo de abandonar Chartreuse para no volver a verla más. Tras pasar 3 o 4 años en Roma, obtuvo permiso para retirarse a Calabria, en donde fundó un nuevo retiro en el desierto de La Torre. Allí fue donde murió, cerca de Serra, en 1101.
El combate espiritual de Bruno por la Iglesia empieza por la renuncia y consiste en la oración, el trabajo y la penitencia. La gran batalla se libra por medios que parecen incongruentes, ¿no seria más efectivo recorrer Europa catequizando, predicando, convenciendo?. No, el camino de este hombre es la soledad y las asperezas de una vida durísima, el ideal más severo de toda la historia de la Iglesia que ha pervivido en todo su rigor hasta hoy. Ser cartujo es morir al mundo, abrazar el silencio, la mortificación extremada, reducir la existencia a un pequeño huerto, a una vida rigurosa, a la prioridad absoluta de Dios.
Para él la Iglesia se salva desde allí, no en medio del mundo, pero años después un antiguo discípulo hecho Papa le llamará como consejero a Roma, la mayor penitencia que podía imponérsela. Bruno va a obedecer muerto de añoranza por su Cartuja, y morirá en otra fundación italiana, muy lejos de su valle de Grenoble. Bruno y sus monjes blancos, desasidos de cualquier interés terrenal, que llevan el desierto consigo como lugar de encuentro con Dios, son un rincón privilegiado de sombra y de silencio, de adoración, en la vida de la Iglesia, el jardín más austero del alma.
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