Cecilia Casado
Tener más de cincuenta años y ver que la propia existencia está todavía por encarrilar tiene que ser, si no frustrante, sí por lo menos exasperante, sobre todo cuando se ve a tantas personas que vuelven a “rehacer su vida”, a encarar el día a día con un nuevo talante, con ilusiones renovadas –aunque parezca ingenua la expresión- y con esa sensación inmaculada de tener toda la vida por delante.
En estas –o similares- encrucijadas nos encontramos (y nos saludamos circunspectos) muchas mujeres y hombres de mi quinta, de mi entorno, de mi misma ciudad; gente que nos conocemos “de toda la vida” y que seguimos viviendo con la cabeza alta a pesar de que nos hayan dado unos cuantos pescozones, con una mezcla de orgullo y decepción mal disimulada.
Ahí es donde se nos presenta la decisión más difícil de todas, la de elegir cómo vivir los años que nos quedan por delante sin dejarnos avasallar por los años que nos empujan por detrás. Conozco a más de una persona –hasta la medio docena incluso- que han tirado la toalla y preconizan las mieles de la soledad (el famoso “cada uno en su casa y Dios en la de todos) y han cerrado puertas y levantado barreras a cualquier posible avance afectivo/amoroso.
Luego estamos los otros: los ingenuos que no perdemos la esperanza de que todavía quede en esta ciudad, en este país, en el mundo entero incluso, esa persona (única y definitiva) dispuesta a recorrer lo que quede del camino de la forma en que el corazón ha elegido y la razón ya no tiene mucho que opinar: en pareja de dos.
En fin.
LaAlquimista
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