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Bicicleta
La conciencia del límite, del esfuerzo necesario, del trayecto
medido que termine en un horizonte azul supone hoy para mí toda la
filosofía
La felicidad es un concepto abstracto, que se convierte en una sensación
muy concreta con solo ir en bicicleta camino del mar. Aprender a montar
en bicicleta es el primer desafío de cualquier niño, la primera lección
que aprende ante la futura adversidad, si no pedaleas, te caes, una
enseñanza, que a su vez te concede la primera libertad. Según la
doctrina zen, en el primer viaje en bicicleta estaban contenidos todos
los viajes que iba a realizar uno a lo largo de la vida. Los que fuimos
criados en un hogar con la dura moral de una autoridad implacable, la
bicicleta te liberaba del peso angustioso de su vigilancia y bastaba con
dejar atrás la puerta de casa para que el corazón comenzara a saltar
libremente bajo la camisa si llevabas sentada en la barra a aquella niña
cuyo olor de su piel se unía al de la hierba segada, al del agua
dormida de las acequias, al del rastrojo abrasado por el sol, a
cualquier aroma que te ofreciera la naturaleza mientras cruzabas el
campo camino del mar. Montar por primera vez en bicicleta era un acto de
iniciación, que te obligaba a salir del ámbito familiar para perderte
en un trayecto desconocido. Después de muchos años he recuperado la
bicicleta, como una resurrección. Se trata ahora de una bicicleta
eléctrica, una obra de arte, que te ayuda a ascender con un esfuerzo
medido por los caminos empinados, a deslizarte suave por el llano, a
rodar a una velocidad exacta para no salirse de uno mismo y poder
incluso meditar en la medida budista de todas las cosas absorbiendo el
paisaje. Si la vida fuera como debería ser, todos los viajes en
bicicleta habrían de dar finalmente en el mar. Así era en la niñez.
Después de los cañaverales, aparecían las primeras dunas con un ligero
aturdimiento neumático por el reflejo solar, los golpes del oleaje
seguidos de la resaca que parecía sorber un granizado de cantos rodados y
entonces de niño uno se plantaba junto a la bicicleta sometida por el
manillar como a un caballo bien domado y todo el concepto abstracto de
felicidad se confundía con el sabor a mejillones. La conciencia del
límite, del esfuerzo necesario, del trayecto medido que termine en un
horizonte azul supone hoy para mí toda la filosofía. La bicicleta
eléctrica será en los próximos años una resurrección.
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