2012 SEPTIEMBRE 5
Yo nunca he tenido muchos amigos. Conocidos, sí, a porrillo, pero amigos-amigos…contados con los dedos de las manos (y en alguna época añadiendo los de los pies). Incluso hubo un tiempo en que mis amistades se redujeron al mínimo, como los embalses en época de sequía, y puede que fueran tiempos de “sequía emocional” también. El caso es que, cuando me vinieron mal dadas, el nivel amistoso empezó a bajar peligrosa (y sospechosamente), lo que me obligó a reflexionar sobre el valor auténtico de la amistad, hacer una lista y empezar a tachar nombres.
Cuando llegaron –de nuevo- las vacas gordas, otra vez comenzó mi agenda a llenarse de números de teléfono (uso agenda clásica, nada de guardar datos en el móvil) y mi tíempo libre de citas, galantes y de las otras. Unido esto a mi prejubilación anticipadísima y a la posibilidad de compartir más tiempo del habitual, se llenó mi vida, mi corazón y mi autoestima de más amistades de las que había tenido jamás.
Obviamente, con el reflujo natural de la cosa, cuando llegaron las vacas flacas de cualquier crisis emocional, los “niveles” volvieron a descender y ya no cupo ninguna duda de quiénes eran mis amigos de verdad y quiénes de mondondanga. La prueba del ocho de la amistad, cada cual puede hacerla como mejor le convenga, pero que la haga, por favor, que si no pueden llegar demasiados disgustos.
Ahora es el tiempo en que “ya están todos los que son” y se fueron a hacer puñetas los que “estaban sin ser”. Es decir, que todavía puedo llevarme alguna sorpresa desagradable, pero tampoco me importa mucho, la verdad.
Y hablando del tema por aquí y por allá, descubro que hay dos grupos genéricos de personas en cuanto a la manera de entender la amistad: los que tienen los amigos “de toda la vida” y no están abiertos a hacer nuevas amistades y los que apenas les quedan amigos viejos y han ido “renovando” sus amistades adecuándolas a la situación del momento vital. Los primeros explican que no se fían de personas nuevas -que vaya usted a saber- porque les basta y les sobra con la gente que ya les ha demostrado que pueden contar con ella. Y de otro lado quienes, como servidora, entienden que la vida es río y como tal hay que dejarse fluir.
Yo tuve una amiga de toda la vida que me hizo sufrir lo que yo solamente sé y ahora tengo amigas nuevas, de antesdeayer mismo como el que dice, que me cuidan, me miman, me ayudan y a las que deseo cuidar, mimar y ayudar sin necesidad de que me lo exijan. Paso lista a mis amistades y ya no queda nadie más atrás de diez años; es el límite. De diez años a esta parte he “renovado” mis amistades, dejando en el camino las que me parecían tóxicas, las que me daban más disgustos que alegrías y las que murieron de aburrimiento mutuo.
Pero hay una excepción dignísima: la de las amistades recobradas. Aquellas personas que fueron importantes en nuestra vida, que iluminaron con su luz un tiempo pasado y que, habiendo caminado por diferentes senderos, vuelven a encontrarse evolucionadas, renovadas, con un atisbo importante de sabiduría en la mente y un amor con mayúsculas en el corazón. Un gozo, un placer, un privilegio poder volver a compartir de la mano la amistad en estado puro.
No quiero cerrar el post de hoy sin mencionar a las personas que no tienen ningún amigo. Casi siempre por voluntad propia, por deseo individualista de no compartirse, de no exponerse, de no abrir su corazón a posibles futuros conflictos. Personas que, quizás tengan pareja, y les baste con la pareja. Que viven en un mundo con límites visibles, en una jaula dorada con la llave colgada al cuello, creyendo que, si algún día hace falta, podrán abrir la puerta, echar a volar y encontrar a los amigos a los que se rechazó cuando se entró en la jaula amorosa donde sólo caben dos personas.
Los que no tienen amigos porque no les gusta la gente, porque no los necesitan, porque no les hacen falta para nada, de éstos poco puedo decir porque, curiosamente, no son amigos míos…
En fin.
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