2013 enero 12
por Cecilia Casado
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¿Quién no habrá fantaseado alguna vez –o más de una- con poder apropiarse de veinticuatro horas y dedicarse únicamente a lo íntimo y personal? Decir al mundo sin palabras: este día es mío y sólo mío, no estoy para nadie, excepto terremoto o explosión nuclear, me desconecto de la rutina de la vida y que me dejen en paz…
Mientras tuve a mi cargo la intendencia de una familia “al uso”, es decir, dar de comer al marido y a los hijos y ocuparme de que no faltara el papel higiénico en casa, ese sueño me parecía eso: un sueño. No había cuartelillo ni siquiera los fines de semana, ni cuando íbamos de vacaciones. Aquello era una jornada continua a destajo y sin cobrar horas extras.
Bien estaría decir aquí y ahora que mucho de aquel trabajo estaba hecho con amor y asumido en libre elección, que yo nunca fui mártir, ni sufridora, ni me inventé serlo para acceder a prerrogativas que no me correspondían –como veía que hacían otras féminas alrededor-, pero el caso es que, entre unas cosas y otras, me dieron casi los cincuenta sin poder meter mano a la ración de espacio y tiempo en libertad que, intuía más que sabía, me correspondía…
Siempre hay en la vida un momento de “no retorno”, una fecha en la que todo se precipita y ya no hay marcha atrás, a partir de la cual no queda otra que seguir mirando hacia delante y quien se resista a ello se queda en vía muerta, como un tren sin locomotora ni destino. Esa “revelación” la obtiene cada uno de distinta manera, pero siempre llega. Lo que ocurre es que la mayoría no están atentos, ocupados en pequeñas fruslerías rutinarias, y les pasa por encima la realidad sin que noten más que un leve cosquilleo. Una pena.
(Cómo me cuesta seguir el hilo, empiezo a escribir y mis dedos escarban en el inconsciente sin pedir permiso.)
El caso es que ya desde hace muchos años me puedo permitir el lujo de marcar en mi pequeña agenda un día a la semana con las palabras bien grandes y en rojo: “ M I O “. Literalmente. Como si fuera un pastel que me voy a comer yo solita de tres bocados y sin compartirlo con nadie; ya lo siento, es mío. Así el tiempo y la libertad, así el espacio y los deseos y de la misma forma cualquier cosa que se me ocurra hacer ese día.

Un día “mío” es un día sin compromisos, sin normas, sin prisas. Es un tiempo perdido y ganado a la vez, con la puerta cerrada a los timbres de móviles y las cortinas corridas a las luces de cualquier ordenador. Desconectarse, desenchufar los cables invisibles que nos atan a la vorágine absurda en la que hemos elegido vivir.

La semana que viene otra vez. Y la próxima; y la siguiente. Hasta que aprenda a ser un poquito más feliz…
En fin.
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